La figura del o la candidata a la vicepresidencia es irrelevante en las campañas electorales. Lo que han movilizado en las últimas carreras apenas les ha alcanzado para no pasar desapercibidos.
El elector tiene una insana preferencia por el personalismo político. Le da lo mismo la ideología, el partido, el modelo de gobierno que proponga o el compañero de fórmula. Concede más peso a la figura del presidenciable carismático y mediático que se cree el enviado de Dios.
Por eso, las candidaturas a la Asamblea también estarán determinadas por el papel que juegue el presidenciable. En cambio, el o la vicepresidenciable generará más noticia que su compañero sólo cuando se convierta en titular negativo.
Ya sea por una declaración imprudente, cuando contradiga al presidenciable o cuando los periodistas, analistas o actores de oposición (que son los únicos a los que les interesa quién es el candidato a la vicepresidencia) descubran un antecedente relevante. Los candidatos son conscientes de aquello.
Por eso eligen, en la mayoría de los casos, vicepresidenciables que no les hagan sombra. A cualquier gato/a que no pueda brillar más que ellos. Lo cual es un absurdo porque si su única función va a ser reemplazarlos en caso de ausencia, el perfil debería ser igual o mejor.
Además, han jugado un papel relevante en los mayores conflictos internos y momentos de mayor tensión. Entre 1996 y 2016 hubo seis presidentes. Dos comenzaron como vicepresidentes.
El conspirador a sueldo
La candidatura a la vicepresidencia suele ser parte de la negociación política con los partidos que se alquilan para auspiciar los binomios o con los grupos dispuestos a financiarlos.
Les ilusiona la posibilidad de que le vaya mal al presidente para que puedan hacerse del poder a través de su cuota política. No en vano el expresidente Velasco Ibarra, en 1968, dijo que el vicepresidente es “un conspirador a sueldo”. Claro que lo señaló en un contexto diferente.
Entonces, los vicepresidentes no se elegían como parte del binomio, sino por separado. En 1978 se cambió la Constitución para que el presidente y el vicepresidente se eligieran juntos. Sin embargo, no fue suficiente.
La relación en el poder ha sido ácida a lo largo del tiempo. Abdalá Bucaram, tras ser derrocado, debía ser reemplazado por Rosalía Arteaga, pero se operó políticamente para que lo sucediera Fabián Alarcón, presidente del Congreso. Jamil Mahuad dejó el poder y asumió su vicepresidente Gustavo Noboa y a Lucio Gutiérrez lo reemplazó Alfredo Palacio.
En el periodo correista, Lenin Moreno motivó la ruptura de Alianza País y, al asumir la presidencia, fue deliberante para que Jorge Glas sea destituido de la vicepresidencia y juzgado por corrupción.
Fue pública la enemistad entre Guillermo Lasso y Alfredo Borrero y lo que ha pasado entre Daniel Noboa y Verónica Abad solo ratifica aquello de que los binomios comienzan juntos y, en el camino, conforme la ambición los supera, se vuelven antagónicos.
El problema de fondo, no obstante, no radica en la normativa ni las competencias del vicepresidente, también está en las figuras de turno que creen que por salir en televisión, tener buena presencia, tener las ganas -y quien les financie- están en capacidad de asumir un país ante la ausencia de un presidente.
Publicado originalmente en Notimercio del 24, 25, y 26 de agosto
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